Mitos y leyendas del Valle de Tena
En una tierra con tanta tradición e historia es difícil que no existan mitos y leyendas en torno a los maravillosos lugares que rodean nuestra casa. Poco a poco, os iremos contando algunas leyendas del entorno.
El mito de Santa Elena
Junto a la Ermita de Santa Elena, brota una fuente llamada La Gloriosa, cuyas aguas se precipitan al vacío en airosa cascada desde la explanada del templo. De caudal intermitente, el manantial constituye el germen de una tradición que sitúa en este lugar a la emperatriz Elena allá por el siglo IV y que explica la erección de este santuario en su honor.
Cuenta la leyenda que, viéndose perseguida por los infieles, la santa buscó refugio en una cueva abierta donde hoy se levanta la ermita y cuyo acceso quedó de inmediato oculto por una gran tela de araña. Elena abandonaría su escondite pasado el peligro, lugar del que brotó milagrosamente la fuente y en cuyas piedras quedaron grabadas sus plantas como si de barro se tratara. Desde entonces la creencia popular mantiene, entre otros prodigios, que el caudal crece y decrece presagiando calamidades o periodos de prosperidad; también se dice que sus aguas proceden del sagrado río Jordán, desde que un peregrino llegado a la ermita en el medievo descubriera flotando en ellas el bastón que había perdido tiempo atrás en Tierra Santa.
La leyenda de Roland
Cuenta la leyenda que el famoso Roland, llamado así porque al nacer, cayó rodando al suelo (rouland), era hijo de la princesa Berta, hermana de Carlomagno y del duque de Angers.
Roland vivió su infancia en parajes de Italia y Francia, en contacto con la Naturaleza. Pasados los años, se convirtió en uno de los más famosos caballeros de la época, por su destreza, su porte arrogante y su extraordinaria valentía.
Con su tío Carlomagno, marchó un día al histórico combate que había de dar lugar a la derrota de Roncesvalles, en la que el emperador, viendo próxima la derrota y su ejército desvencijado, huyó por los montes. Roland, como un cadáver más, quedó allí, abandonado y herido, sepultado por el cuerpo inerte de su caballo.
Cuando volvió en sí, y comprendió su precaria situación, se levantó con un esfuerzo sobrehumano, apartando a su montura con ayuda de su poderosa espada Durandarte y apoyándose sobre una roca. Dicen que todavía pueden verse las huellas de sus dedos sobre la piedra, como testimonio de su descomunal fortaleza.
Roland contempló unos momentos el terrible panorama y trató de orientarse para buscar el camino a Francia; pero tuvo que hacerlo con cautela, porque el enemigo estaba al acecho. Después de dos días y dos noches de grandes penalidades, trepando y escondiéndose entre los riscos, Roland consiguió llegar hasta el valle de Ordesa.
Una vez allí, sólo tenía que trepar por las empinadas montañas que cerraban el valle. Pero el enemigo estaba cerca; ya podía escuchar el rumor de las tropas que lo perseguían, y notar el aliento de los perros que olfateaban su rastro. No obstante al ver que la noche se acercaba, hizo un esfuerzo más y logró llegar ante el último repecho de la montaña.
Cuando ya estaba a punto de lograrlo, apareció la jauría de perros que le había estado rastreándole. Con su espada Durandarte, logró darles muerte sin problemas, pero su cuerpo y su fuerza se debilitaron aún más. Miró hacia abajo y vio las tropas que, con paso rápido, ya lo habían localizado y se dirigían a por él. Comprendió que no podría hacer frente a la tropa que le perseguía y, realizando un último alarde, lanzó su espada Durandarte al otro lado de la montaña, para hacer llegar un último saludo de despedida de su patria; pero no lo logró y la espada resbaló por la ladera de nuevo hasta sus manos.
Hasta tres veces lo intentó, pero con el mismo resultado. Sabiéndose muerto, con un esfuerzo descomunal, Roland lanzó su espada por última vez, con tal violencia que la espada golpeó la montaña y la partió, dejando una brecha abierta. Así, Roland pudo ver por última vez su país.
Sus perseguidores lo encontraron muerto en este histórico lugar, hoy dentro del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, y conocido desde entonces como la Brecha de Roland.